TEXTO I
El español de los políticos
Francisco Moreno-Fernández
La prensa internacional se ha hecho eco de la importante victoria electoral de Antonio Villaraigosa en Los Ángeles, pero se ha destacado muy especialmente en las prensa de los países hispanohablantes. He tenido la oportunidad de leer algunas crónicas en las que el triunfo de Villaraigosa se interpreta como una prueba palpable del lento e inexorable avance de lo hispano en los Estados Unidos. Naturalmente, en esas crónicas, el uso de la “r” simple y doble alternaba alegremente en la escritura del apellido de nuestro nuevo alcalde, con preferencia por la doble, como sería preceptivo* en español.
Entre los periodistas y columnistas hispanohablantes no faltan quienes critican y reprochan, con el dedo índice en alto y el entrecejo fruncido, la inconveniencia de que un personaje público hispano presente en su tarjeta de visita una falta de ortografía. Y no van descaminados en la denuncia. Puestos a ser exigentes, podría recriminarse incluso la sintaxis de una frase dicha por el entonces candidato en su campaña publicitaria en español, cuando preguntaba retóricamente “¿Verdad de que sí?”. Ese uso dequeísta*, que no es extraño al habla popular de muchos países hispánicos, tampoco es el más aconsejable dentro de un mensaje público. Pero lo grave, a mi modo de ver las cosas, no es que aparezcan estos usos “erróneos” en público, que podrían justificarse diciendo que para los nombres propios no rigen las reglas de ortografía o que el lenguaje de los políticos debe incluir expresiones que los acerquen a la forma de hablar del pueblo. Lo grave es que muchos de esos usos aparecen por simple desconocimiento o por una falta de interés en el manejo cuidadoso de la lengua.
Dentro de la política de EU, el español está adquiriendo un estatus de lengua simbólica: lo relevante parece ser su presencia testimonial en los medios, no tanto su forma o su corrección. No importa que un candidato a presidente sepa decir tan solo unas pocas frases con un acento horroroso o que un candidato hispano a alcalde no sea capaz de mantener una conversación o un debate vivo y fluido en español. Es más significativo que los candidatos anglohablantes dejen ver que están haciendo un esfuerzo por aprender español, es decir que reconozcan el valor simbólico de la lengua.
El hecho de ser hispano presupone el reconocimiento de ese valor y por eso los políticos hispanos se permiten el lujo de usar la lengua sin esmero y de ignorar en sus campañas a los hispanos, como hizo Villaraigosa en la suya: con decir que se sentía orgulloso de su origen parecía suficiente.
No nos engañemos. Por mucho que en los países hispanohablantes se resalte como un rasgo decisivo la “hispanidad” de Villaraigosa en Los Ángeles, de Cisneros en San Antonio o de Ferrer en Nueva York, el éxito de estos políticos no reside en hacer una política para los hispanos, sino en hacer una política para todos, con sello estadounidense y en inglés. El español es un símbolo, un origen que, sin negarlo, se puede abandonar para alcanzar otro estatus. Ocurre, sin embargo, que el español va dejando, poco a poco, de ser una lengua de marca étnica y va convirtiéndose en un recurso comunicativo estadounidense tan legítimo como el inglés. Si yo fuera un político hispano, me pondría cuanto antes a aprender a usar mi lengua de origen en los contextos más formales y en los estilos –hablados y escritos– más profesionales. El español ya no es solo la lengua del amor y, además, la política es cada vez más exigente.
La Opinión – Los Angeles
* preceptivo: ordenado por un precepto.
* dequeísta: el empleo indebido de “de que” cuando el régimen verbal no lo admite.